De cadáveres y tipos solitarios
Por Ana Josefa Silva V.
Desde “Fuga” y “Tony Manero”, Pablo Larraín ha ido afinando la mano, que por lo demás nunca ha dejado de ser cuidadosa con las imágenes, porque siempre ha entendido que los detalles no son detalles en realidad.
Ahora con “POST MORTEM” evidencia una sensibilidad maestra para filmar y sobre todo para dejar pasar algunos claros dentro de la oscuridad, algo que se echaba de menos en sus anteriores trabajos.
Una fotografía cuidadosa y un gran sentido del tempo —el uso de los silencios es magistral— otorgan a esta película, en toda su primera parte, una atmósfera que seduce desde esa cámara bajo las ruedas de un tanque y luego posada en la ventana en que se aparece el taciturno Mario (A. Castro) mirando a la casa del frente.
Gris funcionario de la morgue en los días previos a septiembre del ’73, Mario vive pendiente de su vecina Nancy (Antonia Zegers), una decadente bailarina del “Bim Bam Bum” que aprovecha lo poco y nada que él pueda darle. Aunque ciertamente el interés de la joven está puesto en su guapo amigo revolucionario (Marcelo Alonso).
Este ser casi invisible, solitario, vive su rutina en la sordidez de las disecciones de cadáveres que no se parecen en nada a las estilizaciones tipo “C.S.I.”— mientras el médico (J. Vadell) examina y dicta lo que él apunta, y la ayudante (A. Noguera) abre cuerpos.
Es tan íntima la mirada, que lo que ocurre en el exterior —el 11 de septiembre, nada menos— sólo existe en lo que escasamente ve y oye el protagonista.
La dirección de arte de esta película será algo difícil de superar, por lo precisa y evocadora. Hay planos de una belleza dramática y sobrecogedora, sobre los que la cámara se detiene demasiado consciente de ello. También secuencias y escenas muy bien logradas (y otras gratuitas).
El desempeño actoral es de lo mejor que hemos visto en el último tiempo, partiendo por Antonia Zegers (ese parlamento sobre los gatos es maravillosamente delirante); Jaime Vadell (su trabajo con su voz y las inflexiones lo distancian completamente de cualquier otro personaje que haya hecho); y Alfredo Castro, que construye un ser verosímil (“funcionario”, como se define casi con porfía), nunca tan abyecto como para no poder lograr esa mínima empatía que exige un protagónico.
Pero hay una secuencia que marca una inflexión definitiva: sentados a la mesa, Nancy se pone a llorar porque sí, y a los segundos, la sigue Mario igual de dramático. De ahí en adelante la película es una sucesión de escenas muy bien filmadas, algunas más coherentes que otras, pero que pierden el rumbo y el buen trazo inicial, y terminan por arruinarla. Varios de los excesos de “Tony Manero” se vuelven a cometer aquí: sordidez en dosis excesiva, engolosinamiento con ciertos cuadros de gran belleza plástica o gran valor dramático, momentos alargados innecesariamente, el teatro mandando al cine...
En todo caso, éste es el tipo de cine “Latinoamérica for export” que la intelligentsia del primer mundo espera (y premia) del tercer mundo.
Aunque abundan los cadáveres, la sordidez, la violencia en sordina y la dilación de escenas, no es eso lo que resta. Con todas sus cualidades, “Post Mortem” no está a la altura de grandes películas o pequeñas obras maestras como “The white ribbon” (mucho más sórdida) o para hablar de chilenas recientes, “Lo bueno de llorar”, “La vida de los peces” (Bize) e incluso “Play” (A. Scherson), tres filmes magistrales en el manejo del silencio y la “lentitud”, que bien entendida se llama tempo.
Reparto: Alfredo Castro, Antonia Zegers, Jaime Vadell, Amparo Noguera, Marcelo Alonso, Marcial Tagle.
Dirección: Pablo Larraín.
Chile, 2010.
Duración: 1 hora 38 minutos.
Mayores de 14.
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